sábado, 17 de octubre de 2015

Tú, mi ceguera

Todos tenemos a esa persona que un día, de la noche a la mañana, aparece en nuestra vida para hacerla más amena, más llevadera. Esa persona que hace que tengamos una sonrisa puesta todo el día y que nos brillen los ojos incluso más que la propia luz de las estrellas.

Me he dado cuenta que, cuando esa persona llega, no sólo lo hace para hacernos feliz, sino que también hace que nos olvidemos del pasado más oscuro que tengamos guardado en lo más profundo de nuestro corazón. 

Que es esa risa especial que solo ella tiene, esa mirada fija queriendo expresar mil cosas a la vez, esa voz que se queda en tu cabeza todo el día hasta que la ves, lo que hace que valga la pena despertarse cada mañana. Esa sonrisa que apenas se nota en las comisuras de sus labios, ese beso que necesitamos para poder continuar el día con normalidad, o esos abrazos que hace que nos olvidemos que allá afuera hay un mundo. 

Sí, mientras tenemos a esa persona al lado no nos damos cuenta de todo lo que hay alrededor; incluso muchas veces no nos damos cuenta de la persona tan maravillosa que tenemos a nuestro lado. Por eso, muchas veces no la cuidamos como se merece pesando que siempre va a permanecer ahí, a nuestro lado, sin moverse. 

Y cuando se va, es cuando nos damos cuenta de todo lo que nos rodeaba, de todo lo que nos aportaba y de todas las cosas que habríamos hecho y que nunca hicimos por miedo, por vergüenza o por no pensar con la cabeza fría. Y nos damos cuenta, de todas las cosas que antes no veíamos con claridad, no porque fuésemos incapaces de verlo; sino porque no hay más ciego que el que no quiere ver.

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